Día 1-

Entre el azul; azul oscuro, casi negro, del techo de las ciudades de noche; desdibujado por las luces de neón automáticas;  y el blanco, sucio de hollín que cubre de forma perenne los revocados y marquesinas de los edificios que, desordenadamente, crecen compitiendo por respirar; entre campos erizados de antenas, se encuentra el gris. El gris que confunde, que uniforma cuando empieza el día; como si el otoño; empujado por el viento que hace bailar las ultimas hojas inyectara, en el corazón del cemento y de las estructuras corroídas por el oxido, un veneno lento y turbio.

Desde el cristal; empañado y húmedo por el calor y la respiración de los cuerpos, extraños y ajenos, que viajaban con él en el autobús que le llevaba al centro de la ciudad; algunas gotas marcaban surcos, vacilantes con el frenar y arrancar del vehículo, devolviendo imágenes distorsionadas de la realidad que se movía en el exterior. Y el sopor; que no le había abandonado desde que había abierto los ojos sobre la pared sucia de la celda, le mantenía alejado del día que empezaba. Habían sido seis meses de mirar la calle desde el alféizar de una pequeña ventana, con barrotes, del lado sur de la cárcel Modelo de Barcelona.

Seis meses de día a día; de noches en blanco, iluminadas por la luz mortecina de emergencia, con los ojos clavados en esa misma pared; contando las manchas de muchos cuerpos que, incomprensiblemente, llegaron a inalcanzables lugares manoseando la pintura blanca; ya sucia y cuarteada. De miradas hostiles, de jerga ininteligible; de paseos arriba y abajo por la planta baja de la galería; de un lado, hacia el redondo ventanal de cristales translúcidos, de gruesos hierros, donde alguna pedrada deja entrever el policía que vigila y un trozo de cielo, nublado la mayoría de las veces y de sol solo unas pocas; donde la luz, sobre todo al atardecer, es la más triste y no consigue calentar los techos tan altos; de otro, hacia el centro de estrella del edificio, hacia la verja de entrada de la segunda galería.  Con el sabor acre del recuerdo del primer día de su entrada en prisión, con la manta oscura que huele a polvo sobre sus brazos, obligando a sus piernas a moverse y llevarle a donde el peor castigo es caminar por propia voluntad; entrando en un mundo donde la bienvenida no existe y el silencio de tu interior te hace sentir desnudo, desnudo y blanco de los pensamientos de habitantes que casi han olvidado existe una tierra donde la frustración, donde la envidia no está concentrada por paredes vigiladas; donde la moral se reúne y se aumenta, y cambia girando hasta su máximo en el control de los otros y de lo que poseen, aunque sea esto ultimo solo su propio orgullo; del recuerdo gris de la celda desnuda que encierra seis cuerpos, donde la luz del fluorescente ocre que cuelga del techo no llega hasta el suelo desgastado de losetas rayadas; recuerdo gris de grises tres días con esa niebla perenne de puerta cerrada donde, temblando continuamente entre vómitos, vestido con un mono que fue azul, grita sin sentido de cuando en cuando uno de aquellos seis. Nadie quiere escuchar, nadie quiere saber, tampoco desde detrás de la puerta cerrada de hierro. Aquella puerta que separaba de los pasos continuos, de las conversaciones en voz muy alta, de los golpes metálicos de los cerrojos de muchas puertas, cada mañana y cada noche, a la misma hora. Puerta que solo se abría, con golpes sordos y lejanos, dejando ver la luz metálica de las luces de fuera y las figuras de caras suspicaces,  dos veces al día; obligando a los cuerpos a levantarse y tender hacia fuera los platos metálicos donde, con cazo de aluminio, se dejaba caer la comida espesa; y se abrió, también, cuando se lo llevaron, empapado en sus propios espasmos, arrastrando los pies envueltos en zapatillas baratas de lona azul.

Y los recuerdos retrocedían, todavía más; mientras veía alejarse los edificios, primero, de forma rápida, más lenta después, con el movimiento oscilante del autobús; reconstruyendo los azulejos blancos que recubrían la celda atestada del sótano de la comisaría; allí, durante todo aquel día, la luz caía, solo, desde el pasillo vacío. Manos oscuras asomaban a través de las rejas, abrazando las barras de hierro enlucidas, como independientes de las lenguas extranjeras que se hablaban quedamente, gritaban exasperadas, callaban con recelo. Después, vacíos de memoria, y mas allá se ve a si mismo en la celda estrecha, individual, delante de una mesa cuarteada por el tiempo y el uso, soportando la mirada ocasional de un policía aburrido. Y como el sueño le hizo olvidar el olor de una única manta, demasiado pequeña como para cubrirse oliendo a otros cuerpos, cayendo rápidamente en un olvido que necesitaba con urgencia, y como despertó, húmedo, por un sueño que ya ha olvidado bajo una luz que no se apagaba nunca.

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